Mi visita a Cádiz tuvo varios pasajes que me gustaría
contar, pero debo detenerme en uno en específico. Paseando por la ciudad, una
jovencita llamó mi atención, invitándome a un lugar llamado “La casa de los
espejos”, asegurando que era un lugar conocido de la ciudad. Me resultó curioso
que, si era tan popular, no apareciera en ninguno de los folletos que me habían
dado. Decidí seguirla. La propiedad era inmensa, tres pisos, y, como su nombre
lo indicaba, se encontraba llena de espejos, provenientes de diferentes partes
del mundo. La muchacha me contó el origen de ello. La casa fue habitada por un
marinero, su esposa y su hija, esta última era quien le pedía que por cada
viaje le regalara un espejo, y él se lo cumplía. Pero la esposa, celosa de su
propia hija y presa de la locura, la envenenó y mintió diciendo que había
enfermado. Esto destrozó al marinero, quien se entregó al alcohol, y pasaba los
días en el dormitorio de su hija pensando en ella. La esposa intentaba
acercarse, pero él no quería saber nada. Un día, en uno de los tantos espejos
que adornaban la habitación, vio el crimen que su esposa había cometido, e
invadido de rabia, le dio muerte para luego quitarse la vida.
Me fui de aquel lugar fascinado por esa historia, y le
pregunté al gerente del hotel por qué no me había mencionado ese lugar. SU
respuesta me dejó helado. Me contó que esa casa no estaba abierta a visitas por
lo ocurrido, y porque muchas veces se han oído casos de gente que entró allí y
no regresó. Inicialmente creí que era una broma hasta que vi el retrato
familiar, y reconocí en él a la misma chica que me había llevado.