El hombre
entró al bar y se sentó en una mesa solo, bien alejado del resto de los
clientes. El mozo, al acercarse, creyó ver en él una mirada de desilusión. Más
tarde, mientras el hombre tomaba su café, notó como otro sujeto se sentaba
enfrente suyo. Llevaba traje, como él, pero tenía una cicatriz en el ojo
izquierdo. Aquel desconocido llamó al mozo y pidió “lo mismo que su amigo”.
—No somos
amigos—retrucó el hombre.
—Lo
seremos—respondió sin mirar el tipo de la cicatriz.
—A menos
que tengas una forma de hacerme olvidar todo lo malo que viví, no lo creo.
—Eso es lo
que estoy buscando—le extendió una tarjeta con un número y una dirección—tengo
una empresa dedicada a ayudar a las personas a eliminar sus recuerdos, y por un
precio relativamente bajo. Siempre vengo a este bar en busca de nuevos
clientes, y usted tiene cara que quiere sacar cosas de su pasado.
—Gracias,
pero no caigo en esas cosas, muy amable.
—Guarde la
tarjeta, insisto.—el sujeto de la cicatriz se marchó sin tomarse el café.
Al volver a
su casa, el hombre dejó la tarjeta arriba del escritorio y se fue a dormir,
pensando en si lo que había vivido había sido un sueño. Se convenció cuando al
otro día vio que la tarjeta había desaparecido del escritorio. Yendo al trabajo
sintió que un papel se le caía del bolsillo: era la tarjeta. Finalmente decidió
ir, si era una estafa, los denunciaría.
Imaginó un
edificio, pero el lugar no era otra cosa que una casa común y corriente. El
sujeto de la cicatriz lo atendió y le pidió pasar a lo que él llamaba “cuarto
de máquinas”, para luego hacerlo recostarse en una camilla. Le pidió que
cerrara los ojos y fuera pensando en todos sus recuerdos, explicándole que la
máquina automáticamente reconocería todos los malos y los eliminaría de su
memoria. Cuando despertó, no recordaba ni siquiera su nacimiento.