viernes, 4 de enero de 2019

Había una vez...


Había una vez un reino donde los habitantes creyeron que como su nuevo gobernante era muy rico, no perjudicaría a los pobres campesinos. Al comienzo de su reinado, el monarca parecía alguien educado y que escuchaba las problemáticas de su gente. Pero poco les duró el encanto, pronto el rey comenzó a tomar decisiones, que podríamos llamar, muy estúpidas. Hizo que los campesinos tuvieran que pagar mucho más por sus tierras, como le parecía que había demasiadas personas trabajando, empezó a despedir a unas cuantas. Con el paso del tiempo cuando el rey hablaba parecía un infante, y el pueblo, molesto al ver que su líder de ojos celestes no era lo que parecía, comenzó a protestar.
Pero el rey tenía sus defensores, aquellas personas de su misma posición social, que le aseguraba que debía ser duro con los “sucios revoltosos”, así les llamaban. Decían que les mandaran al ejército y, si había que matar, que mataran, porque “a nadie le iba a importar”. El rey no sabía qué hacer y cuando entraba en crisis decía que la culpa era de la reina anterior.
Otra cosa que no se permitía en el gobierno era insultar al líder, por más que fuera un insulto pequeño, podían llegar a encerrar a quien lo hiciera. Eso sí, a cualquier otro rey estaba bien insultarlo.
En el reino también había un excesivo odio hacia la mujer, por ejemplo, siempre las trataban de locas o de querer llamar la atención, suena absurdo, pero así era, ni siquiera podían elegir si tener hijos o no, siempre excusándose en la fe, porque la Iglesia también era muy importante para los ricos, más allá de que no fueran nunca a misa o desviaran la mirada cuando veían un pobre.
Afortunadamente, reinos como este con su gente y gobernantes ya no existen, o bueno, a lo mejor sí.